1. Los siervos de Cristo que habitan en Viena y Lyon en las Galias,
a sus hermanos de Asia y Frigia, que participan de nuestra fe y nuestra
esperanza en la redención, paz, gracia y gloria por el Padre y Nuestro
Señor Jesucristo. Nadie podía explicar, ni nosotros describir, la
grandeza de las tribulaciones que los bienaventurados mártires han
padecido, ni la rabia y furor de los gentiles contra los santos.
Nuestro adversario reunió todas sus fuerzas contra nosotros, y en sus
designios de perdernos, ha ido con cautela haciéndonos sentir al
principio algunas señales de odio. No dejó piedra por mover, sugiriendo
a sus satélites toda clase de medios contra los siervos del Señor;
llegó a tal extremo que ni en las casas ni en los baños, ni aun en el
foro, se toleraba nuestra presencia; en ningún lugar nos podíamos
presentar.
2. La gracia de Dios nos asistió contra el demonio; ella fortaleció a
los más débiles y les hizo fuertes como columnas, que resistieron a
todos los empujes del enemigo. Estos, sorprendidos de improviso,
soportaron toda suerte de ultrajes y tormentos que a otros hubieran
parecido demasiado largos y dolorosos, pero a ellos les perecían
ligeros y suaves: tal era su deseo de unirse con Cristo. Nos mostraron
con su ejemplo que no hay comparación entre los dolores de esta vida y
la gloria que en la otra hemos de poseer. En primer lugar, hubieron de
sufrir todos los insultos y vejaciones que el pueblo en masa les
prodigó, gritos, golpes, detenciones, confiscaciones de bienes,
lapidaciones y, por fin, la cárcel; en suma, cuanto un pueblo furioso
suele prodigar a sus víctimas. Todo fue soportado con admirable
constancia. Los que habían sido arrestados fueron conducidos al foro
por el tribuno y los duunviros de la ciudad, e interrogados ante el
pueblo. Todos confesaron su fe y fueron encarcelados hasta el regreso
del legado imperial.
3. A su vuelta fueron llevados a su presencia, y como tratase con
extrema dureza a los nuestros, Vecio Epágato, uno de nuestros hermanos
que asistía al interrogatorio, tan encendido en el amor de Dios como en
el del prójimo, y que desde muy joven había merecido los elogios que el
anciano como Zacarías, por su vida austera y perfecta, caminando con
firmeza por las vías del Señor, impaciente de hacerse de algún modo
útil, no pudo sufrir tan manifiesta iniquidad, y lleno del celo de Dios
pidió para si la defensa de los acusados, comprometiéndose a probar que
no merecían la acusación de ateísmo e impiedad. Los que rodeaban el
tribunal exclamaron a voces contra él. El legado rehusó su demanda, por
más justificada que fuera, y le preguntó simplemente si era cristiano:
"Sí", respondió él con voz clara y resuelta; y fue agregado al número
de mártires. "Ved ahí al abogado de los cristianos", dijo el presidente
con ironía. Pero Vecio tenía dentro de sí al abogado por excelencia, al
Espíritu Santo, en mayor abundancia aún que Zacarías, puesto que le
inspiró entregarse a si propio en defensa de sus hermanos. Fue y es
genuino discípulo de Cristo, y sigue al Cordero por doquiera que va.
4. Desde aquel momento, también los demás confesores comenzaron a
distinguirse. Los primeros mártires confesaron su fe con todo denuedo y
alegría de ánimo. Entonces también se conocieron los que no estaban tan
fuertes y preparados para tan furioso ataque. De éstos, diez apostaron,
lo que nos produjo gran pena, y fue causa de abundantes lágrimas,
porque con su conducta atemorizaron a otros muchos, que quedaron
libres, los cuales, a costa de innumerables peligros, asistieron a los
que habían confesado su fe.Por aquellos días todos éramos presa de un
gran temor y sobresalto por el éxito incierto de la confesión de la fe,
más bien que por temor a los tormentos que se nos daban, por el de las
apostasías. Cada día nuevos arrestos venían a llenar los vacío dejados
por las defecciones, y muy pronto los más preclaros de los miembros de
las dos iglesias, sus fundadores, estuvieron encarcelados. También lo
fueron algunos siervos nuestros aunque eran gentiles, porque la orden
de arresto del procónsul nos englobaba a todos. Estos desgraciados,
incitados por el demonio, aterrorizados por los tormentos que veían
padecer a los fieles, y movidos a ello por los soldados, declararon que
infanticidios, banquetes de carne humana, incestos y otros crímenes,
que no se pueden nombrar, ni aun imaginar, ni es posible que jamás
hombre alguno haya cometido, eran cometidos por nosotros los
cristianos. Estas calumnias, esparcidas entre el vulgo, conmovieron de
tal manera los ánimos contra nosotros, que aun aquellos que hasta
entonces, por razones de parentesco, se habían mostrado moderados, se
enardecieron contra nosotros. Entonces se cumplió lo que dijo el Señor:
"Llegará un día en que aquellos que os quiten la vida crean hacer una
obra agradable a Dios". Desde aquellos días los mártires santísimos
sufrieron tales torturas, que ni explicarse pueden, con las cuales
Satán pretendía hacerles confesarse reos de los crímenes de que se los
acusaba.
5. Se cebó de un modo particular el furor del pueblo, del presidente y
de los soldados sobre el diácono de Viena, Santos, sobre Maturo
neófito, pero, a pesar de ello, valiente atleta de Cristo, sobre Atalo,
originario de Pérgamo, apoyo y columna de nuestra iglesia sobre
Blandina, en la cual demostró Cristo que lo que a los ojos de los
hombres es vil, ignominioso y despreciable, es para Dios de gran
estima, en razón del amor demostrado a El y de la fortaleza en
confesarle; porque Dios aprecia las cosas como en sí son, no las
apariencias. Todos temíamos, y en particular la que habla sido su
señora (también se encontraba entre los mártires), que aquel cuerpo tan
diminuto y débil no podría confesar la fe hasta el fin; pero fue tal la
fortaleza de Blandina, que los verdugos que se relevaban unos a otros
desde la mañana hasta la noche, después de aplicarla todos los
tormentas, tuvieron que desistir, rendidos de fatiga. Agotados todos
sus recursos, se confesaron vencidos, admirándose de que aun quedase
con vida después de tener todo el cuerpo desgarrado y deshecho por los
tormentos, llegando a confesar que una sola de las torturas hubiera
bastado para causarla la muerte, cuanto más todas ellas. A pesar de
todo, ella, como un fuerte atleta, renovaba sus tuerzas confesando la
fe. Y pronunciando estas palabras: "Soy cristiana" y "Nosotros no
hacemos maldad alguna", parecía descansar y cobrar nuevos ánimos
olvidándose del dolor presente.
6. También Santos, habiendo experimentado en su cuerpo todo los
tormentos que el ingenio humano pudo imaginar, y cuando esperaban sus
verdugos que a fuerza de torturas conseguirían hacerle confesar algún
crimen, estuvo tan constante y firme que no dijo su nombre ni el de su
nación, ni el de su ciudad, ni aun si era siervo o libre, sino que a
todas las preguntas respondía en latín: "Soy cristiano . esto era para
él su nombre, su patria y su raza, y los gentiles no pudieron hacerle
pronunciar otras palabras. Por todo lo cual se encendió contra él de un
modo especial la ira y furor del presidente y de los verdugos; hasta
tal punto, que no quedándoles ya más lugar en que atormentarle, le
aplicaron láminas de bronce ardiendo sobre las partes más sensibles del
cuerpo Mientras sus miembros se abrasaban, él permanecía firme e
inconmovible en su confesión, porque estaba bañado y fortificado por
las aguas de vida que manan del cuerpo de Cristo. El cuerpo mismo del
mártir atestiguaba claramente lo que había sufrido, porque todo él era
una llaga, contraído y retorcido, de tal forma que m la figura de
hombre conservaba. En el cual, padeciendo el mismo Cristo, obraba
grandes milagros, derrotando por completo al enemigo y dando ejemplo a
los demás fieles, de que donde reina la caridad del Padre no hay nada
que temer, porque el dolor se cambia en gloria para Cristo. Pasados
algunos días, aquellos malvados volvieron a atormentar al mártir,
creyendo que si reiteraban los tormentos sobre las llagas sangrientas e
hinchadas saldrían vencedores, porque en tal estado hasta el solo
tocarlas con la mano produciría un dolor insoportable Al menos
esperaban que si morían en los tormentos, los demás se intimidarían.
Nada de esto ocurrió, porque contra lo que todos esperaban, el cuerpo
de repente recobró su vigor y antigua hermosura, de tal modo que el
segundo tormento más bien fue para él un refrigerio que una pena.
7. Bibliada era una mujer de aquellas que habían renegado de Cristo, el
diablo, creyéndola ya suya, y queriéndola hacer responsable de un nuevo
crimen, el de blasfemia, la condujo al tormento, esperando que como
antes se había mostrado débil y remisa, ahora conseguiría de ella
hacerla confesar nuestros crímenes. Pero ella lo rehuso, aunque la
aplicaron el tormento, y recapacitando y como despertando de un
profundo sueño, los tormentos que tenía presentes la hicieron pensar en
los del infierno. Y dijo a sus verdugos: "¿Cómo creéis vosotros que
unos hombres a quienes está prohibido comer carne de animales han de
comerse a los niños?" Desde aquel momento se confesó cristiana y fue
contada entre el número de los mártires.
8. Como todos los tormentos inventados por los tiranos fuesen superados
por la constancia que Cristo concedió a sus confesores, el diablo
inventó nuevos modos de tormentos. Se los encerró en oscurísimos y muy
incómodos calabozos, con los pies metidos en cepos y estirados hasta la
quinta clavija, además de todos los inventos de nuevos suplicios que
los crueles carceleros, inspirados por el demonio, Imaginaron para dar
tormento a sus víctimas. A tal extremo llegaron que muchos perecieron
asfixiados en las cárceles Dios, que en todas las cosas muestra su
gloria, les habla reservado tal género de muerte. Otros que hablan sido
tan atrozmente martirizados que ni Imaginarse podía, quedaron con vida,
aunque se les hubieran aplicado todos los remedios, continuaron en la
cárcel, destituidos de auxilio humano, pero confortados por el Señor,
firmes espiritual y corporalmente, los cuales enardecían y consolaban a
los demás. Otros que hablan sido apresados posteriormente y que no
estaban tan acostumbrados a los tormentos, no pudiendo soportar los
padecimientos de la cárcel, expiraron en ella.
9. El bienaventurado Potino, obispo de la iglesia de Lyon, más que
nonagenario, y con el cuerpo tan débil que apenas retenía en sí el
espíritu, recobró nuevos bríos ante la inminencia del martirio, también
el fue conducido al tribunal. Su cuerpo, débil por la edad, y además
enfermo, encerraba un alma dispuesta a triunfar por Cristo Fue llevado
al tribunal por los soldados, acompañándole los magistrados de la
ciudad y una muchedumbre inmensa, que le aclamaba a voces como si él
fuera el mismo Cristo. Ante el tribunal dio egregio testimonio de su
fe. Preguntado por el presidente cuál era el Dios de los cristianos,
respondió: "Si eres digno le conocerás". Luego, sin respeto alguno, fue
arrastrado y cubierto de heridas, porque los que estaban cercanos a él
le dieron de patadas y puñetazos, sin el menor respeto a sus canas. Los
que estaban más lejos le arrojaron cuanto les vino a las manos: todos
ellos se hubieran creído reos de un gran crimen si no le hubieran
atormentado cuando pudieron Así creían vengar la injuria de sus dioses.
En aquel estado fue llevado a la cárcel donde expiró a los dos días.
10. Entonces brilló de un modo particular la providencia divina, y se
manifestó la inmensa misericordia de Jesucristo en un hecho que a
nosotros nos parece raro, pero muy propio de la sabiduría y bondad de
Cristo. Todos aquellos hermanos que habían sido apresados cuando la
primera orden de detención y que habían renegado la fe, fueron
encarcelados lo mismo que los que la habían confesado, y sufrían las
mismas penalidades que los mártires. Nada les valió su apostasía.
Aquellos que se confesaron cristianos fueron encarcelados como tales, y
no se les imputó otro crimen. En cambio, a los otros se le encarcelaba
como a homicidas y hombres criminales, y sufrían doble tormento que los
demás. Porque a los verdaderos mártires les consolaba y daba ánimo el
gozo del martirio, la esperanza de la gloria y el amor a Jesucristo y
del Espíritu del Padre. Por el contrario, a los renegados les remordía
su conciencia, tanto que con sólo mirarlos a la cara se les conocía y
se les distinguía de los demás. Los verdaderos mártires andaban
alegres, reflejándose en sus caras una cierta majestad y nobleza, de
modo que las cadenas para ellos eran un adorno, que aumentaba su
hermosura, como la de una desposada vestida de su traje de boda. A los
apóstatas se les veía con la cabeza baja, sucios, mal vestidos,
cubiertos de ignominia hasta para los mismos gentiles, que despreciaba
su cobardía y los trataban como a asesinos confesos por su propio
testimonio. Habían perdido el glorioso y salutífero nombre de
cristianos. Todo esto era un gran estímulo para los confesores de la fe
que lo veían. Cuando después eran apedreados algunos otros, en seguida
confesaban la fe para no caer en la tentación de cambiar de propósito.
11. Más tarde se dividió a los mártires por grupos, según el género de
martirio: de esta suerte los gloriosos confesores presentaron al Padre
una corona tejida de flores de diversos colores. Era justo que aquellos
valientes luchadores que habían tenido tantos combates y tantos
triunfos, recibieran la corona de la inmortalidad. Maturo, Santos,
Blandina y Atalo fuero condenados a las bestias en el anfiteatro, para
dar un público espectáculo de inhumanidad gentilicia a costa de los
cristianos. Maturo y Santos de nuevo soportaron en el anfiteatro toda
la serie de los tormentos como si antes nada hubieran sufrido; o, mejor
dicho, como atletas que, superados la mayor parte de los obstáculos,
luchan por conseguir la corona. De nuevo debieron padecer los mismos
suplicios; las varas, los mordiscos de las fieras que los arrastraban
por la arena y todo lo que el vulgo furioso pedía a gritos. Al fin las
parrillas al rojo, sobre las cuales se asaban las carnes de los
mártires, despidiendo olor intolerable, que se extendía por todo el
anfiteatro. Ni esto bastó para calmar aquellos instintos sanguinarios,
muy al contrario, aumentó su furor con el deseo de vencer la constancia
de los mártires. A Santos no consiguieron hacerle pronunciar otra
palabra que aquella que había repetido desde el principio: "Soy
cristiano". Por fin, después de tan horrible martirio, como aún
respirasen, tare mandado que los degollasen. Aquel día ellos dieron el
espectáculo al mundo en lugar de los variados juegos de los
gladiadores. Blandina fue expuesta a las fieras suspendida en un poste.
Atada a el en forma de cruz, constantemente estuvo haciendo oración a
Dios con lo cual esforzaba el valor de los demás mártires, los cuales,
en la persona de la hermana, veían con sus propios ojos la imagen de
aquel que murió crucificado por su salvación, y para demostrar a los
que creyeran en él que todo aquel que padeciera por la gloria de Cristo
habla de ser partícipe con Dios. No atacando ninguna fiera el cuerpo de
la mártir. fue depuesta del madero y encerrada en la cárcel,
reservándola para un nuevo combate. Vencido el enemigo en todas estas
escaramuzas, la derrota de la tortuosa serpiente sería inevitable y
segura, y con su ejemplo estimularía el valor de los hermanos. Puesto
que aunque de por sí era delicada y despreciable, revestida de la
fortaleza del invicto atleta Cristo, triunfaría repetidas veces del
enemigo y conseguiría, en glorioso combate una corona inmarcesible. El
populacho pidió a grandes voces el suplicio de Atalo, porque era de
familia noble; él se presentó al combate con la conciencia tranquila
por haber obrado con rectitud. Porque estaba bien impuesto en la
doctrina del cristianismo y siempre había sido entre nosotros un fiel
testigo de la verdad. Paseáronle por el anfiteatro, y delante de él era
llevada una tabla, sobre la cual se habla escrito en latín: "Este es
Atalo, el cristiano", lo cual fue motivo para que los espectadores se
enardecieran más contra él. Cuando el legado se dio cuenta de que era
ciudadano romano, mandó que fuera de nuevo conducido a la cárcel con
todos los demás. Luego consultó al Cesar sobre lo que habla de hacerse
con los encarcelados, y esperó su respuesta.
12. Esta tregua no fue infructuosa y sin provecho, porque gracias a la
indulgencia de los confesores se reveló la inmensa misericordia de
Cristo; los miembros de la iglesia que habían perecido, con la ayuda y
solicitud de los miembros vivos, fueron devueltos a la vida, y con gran
gozo de la iglesia virgen y madre, volvieron a su seno sanos y salvos
aquellos hijos abortivos que ella había arrojado. Por mediación de los
mártires santísimos aquellos otros que habían apostatado la fe
volvieron a la iglesia y fueron como concebidos de nuevo, y animados de
nuevo con calor vital aprendían a confesar la fe. Cuando estuvieron ya
devueltos a la vida y confortados por la misericordia de Dios, que no
quiere la muerte del pecador, sino más bien que se arrepienta y viva
por segunda vez, se presentaron al tribunal para ser interrogados por
el legado; porque ya éste había recibido un rescripto del emperador,
según el cual los que perseveraran en la confesión de la fe debían ser
decapitados, y los que renegasen absueltos y puestos en libertad. El
día de la gran feria, que se celebra entre nosotros, y a la que acuden
mercaderes de todas las provincias, el legado mandó comparecer a los
mártires ante su tribunal, intentando dar al pueblo una especie de
función teatral. En el nuevo interrogatorio todos los que eran
ciudadanos romanos fueron condenados a la pena capital y los demás a
ser expuestos a las fieras.
13. Aquello fue un triunfo para Cristo; todos los que antes habían
negado la fe, entonces la confesaron con gran valentía contra todo lo
que esperaban los gentiles. Se los interrogó aparte de los demás,
creyendo que renegarían la fe y serían puestos en libertad; pero como
confesaron, fueron agregados al grupo de los mártires. Sólo quedaron
fuera aquellos en cuyas almas no había ni rastro de fe, ni respeto por
el traje del Bautismo, ni traza de temor de Dios; hijos de perdición,
que con su manera de vivir infamaban la religión que profesaban. Todos
los otros fueron incorporados a la Iglesia. Cuando éstos eran
interrogados, Alejandro, frigio de nación, y de profesión médico, quien
ya hacía muchos años que moraba en las Galias, y a quien todos conocían
por su gran amor de Dios y su celo por predicar la fe (porque en él
habitaba la gracia de la predicación), se hallaba junto al tribunal y
animaba con gestos y ademanes a los confesores. Pero el populacho,
irritado ya porque los que habían apostado confesaban de nuevo la fe,
comenzó a vociferar contra Alejandro, acusándole de ser el causante de
tal retractación. Instando el presidente, le preguntó quien era. Como
contestase que era cristiano, irritado el juez le condenó a las fieras.
Al día siguiente fue echado a ellas junto con Atalo, porque el legado
no quiso oponerse a las reclamaciones del pueblo. Ambos, después de
pasar por todos los tormentos inventados por el odio contra los
cristianos, después de un magnífico combate, fueron degollados.
Alejandro en todo el tiempo que duró el martirio no pronunció una
palabra ni exhaló un gemido, sino que estuvo abstraído en Dios. Atalo
por su parte, al ser tostado en una parrilla, como exhalase muy mal
olor su cuerpo, habló de esta manera al pueblo "Esto que estáis
haciendo, esto es comerse a los hombres; nosotros ni nos comemos a los
hombres, ni hacemos mal ninguno". Y como los gentiles le preguntasen
por el nombre de Dios, contestó: "Dios no tiene un nombre como nosotros
los mortales".
14. Después de todos éstos, el último día de los espectáculos de nuevo
tocó la vez a Blandina, con el joven de quince años Póntico. Los dos en
días anteriores habían sido introducidos para que vieran como eran
atormentados los demás. Fuero varias veces incitados a Jurar por los
dioses de los gentiles, pero como permaneciesen firmes en su propósito
y se burlasen de ellos, esto les atrajo de tal modo las iras del
populacho, que no tuvieron consideración alguna con la tierna edad del
uno y la debilidad del sexo de la otra. Experimentaron en ellos toda
clase de torturas y vejaciones para conseguir hacerlos jurar por los
dioses, pero todo inútil. Todos los espectadores se daban cuenta de que
las exhortaciones de la hermana eran las que sostenían al Joven, que
finalmente después de sufrir con gran ánimo los tormentos expiró. Ya
sólo quedaba Blandina, que como una madre había animado a sus hijos al
combate, y había hecho que todos la precedieran vencedores delante del
rey, siguiéndoles a todos ella por el sangriento sendero que habían
trazado, gozosa de su próximo triunfo, como quien ha sido convidado a
un banquete nupcial, no como un condenado a las bestias. Después de
tolerar los azotes, después de ser arrastrada por las fieras, después
de las parrillas ardientes, fue envuelta en una red y expuesta a un
toro bravo, el cual la lanzó repetidas veces por los aires pero ella no
sintió nada: tan abstraída estaba en la esperanza de los bienes futuros
y en su íntima unión con Cristo. Al fin la degollaron. Los mismos
gentiles llegaron a confesar que nunca entre ellos se había visto a una
mujer padecer tantos tormentos.
15. Ni con todo esto llegó a calmarse el furor y saña de los gentiles
contra los cristianos. Aquellas gentes, bárbaras y feroces exacerbadas
más aún por la rabia de la bestia cruel, no eran fáciles de aplacar. Su
saña se cebó en los cuerpos de los mártires. La vergüenza de su derrota
no les hacía humillarse, parecían no tener ni sentimientos ni razón
humana. La rabia y furor del delegado y del pueblo crecían como los de
una fiera, por más que no hubiera motivo alguno para odiarnos de aquel
modo. Así se cumplía la escritura, que dice: "El malvado que se
pervierta más aún, y el justo, justifíquese más",. Los cuerpos de los
que habían muerto asfixiados en la cárcel fueron arrojados a los
perros, poniendo guardia de día y de noche para que no pudiéramos
recogerlos y sepultarlos. Lo que perdonaron las fieras y el fuego,
trozos desgarrados, miembros tostados y carbonizados, cabezas
truncadas, cuerpos mutilados. todo ello quedó durante muchos días
insepulto, con una escolta militar para guardarlo. Y aún había quienes
se enfurecían y rechinaban los dientes contra los muertos, y hubieran
querido les aplicasen más refinados tormentos. Otros se reían y los
insultaban, dando gloria y exaltando a los dioses por las penas que
habían hecho padecer a los mártires. Algunos otros, un poco más
humanos, y que aparentaban tenernos compasión, también nos escarnecían
diciendo: "¿ Dónde está su Dios? ¿Y qué les ha aprovechado su religión
por la cual han dado sus vidas?" Esta era la actitud de los gentiles
para con nosotros. Por nuestra parte el dolor era muy grande por no
poder sepultar los cadáveres. Porque ni de noche, ni a fuerza de
dinero, ni con súplicas, pudimos doblegar sus voluntades; al contrario,
ponían todo su empeño en custodiar los cadáveres como si de ello se les
siguiera un gran beneficio.
16. Así, pues, los cuerpos de los mártires fueron objeto de toda suerte
de ultrajes durante los seis días que estuvieron expuestos; luego se
les quemó y redujo a cenizas, y éstas arrojadas a la corriente del
Ródano, para que no quedara ni rastro de ellas. Con esto creían hacerse
superiores a Dios y privar a los mártires de la resurrección. "De este
modo, decían ellos, no les quedará ninguna esperanza de resucitar,
confiados en la cual han introducido esta nueva religión, y sufren
alegres los más atroces tormentos, despreciando la misma muerte. Ahora
veremos si resucitan y si su Dios les puede auxiliar y librarlos de
nuestras manos".
17. Aquellos que tanto se habían esforzado por imitar a Cristo, "que
teniendo la naturaleza divina nada usurpó a Dios al hacerse igual a
El", y que después de haber sido elevados a tanta gloria y de haber
tolerado no uno que otro, sino tantos géneros de suplicios, que sabían
lo que eran las fieras y la cárcel, que aun conservaban las llagas de
las quemaduras y tenían los cuerpos cubiertos de cicatrices; aquellos
hombres, pues, no osaban llamarse mártires, m permitían que se lo
llamaran. Si algunos de nosotros, por escrito o de palabra, se atrevía
a llamárselo, le reprendían con severidad. Tal título de mártir sólo le
daban a Cristo, testigo verdadero y fiel, primogénito de los muertos y
principio y autor de la vida divina. También concedían este título a
aquellos que habían muerto en la confesión de la fe. "Ellos ya son
mártires, decían, porque Cristo ha recibido su confesión y la ha
sellado como con su anillo. Nosotros sólo somos pobres y humildes
confesores". Y con lágrimas en los ojos nos rogaban pidiéramos al Señor
que también ellos pudieran un día alcanzar tan gran fin. Realmente
mostraban tener valor verdaderamente de mártires al responder con tanta
libertad y confianza a los gentiles, dando muestras de gran temple de
alma. Rehusaban el nombre de mártires que les daban los hermanos,
poseídos como estaban de temor de Dios, y se humillaban bajo su
poderosa mano que tan alto les había elevado. A todos excusaban y no
condenaba a nadie. A todos perdonaban y a nadie acusaban. Aun por
aquellos por quienes tan cruelmente habían sido atormentados hacían
oración al Señor, y a imitación de Esteban decían: "Señor, no les
inculpéis este pecado". Y si El oraba por los que le apedreaban, Con
cuánta mayo razón hemos de creer que lo harta por los hermanos? La
mayor lucha la hubieron de librar contra el demonio, movidos de
ardiente y sincera caridad para con los hermanos, porque pisando el
cuello de la antigua serpiente, la obligaron a restituir la presa que
se disponía a devorar. Respecto de los caídos, no obraron con altanería
y desdén; al contrario, les prodigaban cuantos favores podían,
mostrándoles un amor maternal, derramando ante el Señor abundantes
lágrimas para alcanzarles la salvación. Pidieron al Señor la vida, y se
la concedió, y ellos, a su vez, se la comunicaron a sus prójimos. En
todo salieron victoriosos.Amaron la paz y nos la recomendaron, y en paz
fueron a la presencia de Dios. No fueron ni causa de dolor para la
madre, ni de discordia para los hermanos, sino que a todos dejaron como
herencia a alegría, la concordia y el amor.
18. Alcibíades, uno de los mártires, llevaba una vida dura y mortificada, vivía sólo de pan y agua. Como en la cárcel quisiera seguir el mismo régimen, después de ser expuestos por primera vez en el anfiteatro, le fue revelado a Atalo que Alcibíades no obraba bien en no querer usar de las criaturas de Dios, y porque era ocasión de escándalo para los demás. Al punto obedeció Alcibíades, y en adelante usó sin distinción de todos los alimentos, dando gracias al Señor. La gracia divina no dejo de asistirlos, siendo su guía y consejero el Espíritu Santo." ("Actas selectas de los mártires" Págs. 31-41, Ed. Apostolado Mariano, C/ Recaredo 44, 41003 Sevilla. Sevilla 1991)